El infinito sin estrellas

jueves, 1 de noviembre de 2007

CRÍTICA DEL DIARIO PÁGINA 12

Miserias de pueblo chico

Valeria Lorca y el niño Gonzalo Cristando, dos actuaciones de una precisión inusual.

Por Horacio Bernades





El infinito sin estrellas, ópera prima de Edgardo González Amer, es un film modesto pero ajustadísimo que muestra a un realizador que daría la sensación de trabajar sus materiales con la misma reconcentrada, sibilina paciencia con que la protagonista de la película borda y borda.

Como sucediera hace un par de años con Buenos Aires 100 km –otra callada artesanía local–, El infinito sin estrellas se acerca al barrio de las afueras a puro poder de observación, cerrando el paso a cualquier indicio de reblandecido costumbrismo. En las lejanías del Gran Buenos Aires hace foco en una casita, lo suficientemente apretada como para obligar al pequeño Mario (Gonzalo Cristando) a conciliar el sueño mientras a su lado la madre, Beatriz (Valeria Lorca), borda hasta tarde. A la mañana siguiente, Mario tiene que ir a la escuela. Siempre y cuando Beatriz no le pida una mano con la comida o la limpieza, yendo a cobrar unas cortinas o saliendo a vender repasadores. Que se haya presentado a un concurso de redacción demuestra que a Mario la escuela no le es indiferente. Pero Beatriz casi ni se entera. Lo cual no hace más que confirmar la asimetría de esa relación, en la que el chico parecería más el sobreexplotado cadete de un taller de costura clandestino que el niño de la casa. Se entiende que Beatriz tenga que exprimir el tiempo hasta el último minuto, ¿pero eso justifica que mande al hijo a la mercería, en lugar de a la escuela?

Si se entrevé en esa relación un núcleo perverso, el modo en que el realizador la trata, naturalizándola, acentúa el interés dramático, implantando en el contexto familiar y barrial una semilla en leve estado de descomposición. Así como la relación madre-hijo parecería tener un carácter de transacción antes que de lazo afectivo, algo semejante da la sensación de estar sucediendo con el mayorista que le encarga trabajos a Beatriz (Mario Paolucci, único miembro del elenco con antecedentes cinematográficos). El tipo le sigue dando bordados aunque su esposa no quiera saber nada, hace pasar a Beatriz cuando las cortinas metálicas están bajas y supone que la mujer no es la madre de Mario, sino su hermana. También aquí González Amer prefiere la elipsis a la exposición, la insinuación a la explicitación, la sospecha a la certeza. Todo lo cual representa un logro, no sólo en términos de mecánica dramática sino al aludir, por vía de la forma, al gato escondido que la familia y el barrio guardan en el ropero.

Sería injusto no dedicarles un aparte a las actuaciones, todas ellas de precisión inusual, lo cual se verifica tanto en el caso de Valeria Lorca (actriz con larga experiencia teatral, que recién ahora debuta en cine) como en el del último figurante. Cargando con el peso de la película, presente en cada plano, el sobrio carisma de Gonzalo Cristando es el de un inocente en tren de perder justamente eso: la inocencia

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